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¿Por qué me siento triste cuando no me valoran lo suficiente?

Esta semana he tenido la oportunidad de coincidir con varios expertos multidisciplinares, entre ellos algunos psicoanalistas, en un curso de terapias creativas. Todas las ponencias fueron muy inspiradoras, sin embargo, hubo una en particular que supo captar la esencia de tantas de cosas que hacemos, pensamos y sentimos en nuestro día a día, que, por decirlo de alguna manera, me veo en la necesidad de compartirlo con todos vosotros.

Hablo de la necesidad de reconocimiento. Se trata de la necesidad básica de todo ser humano de sentirse valorado y estimado por otras personas, pero quién no lo necesita con más o menos frecuencia.

Nos gusta que los demás nos valoren positivamente en los distintos roles que desempeñamos cotidianamente. Nos gusta que nos recuerden que somos buenas madres, excelentes profesionales y mejores personas. A veces, si no obtenemos las palabras o gestos de los otros que nos lo confirmen, nos sentimos tristes, deprimidos.

Pero, ¿cuál es el origen de todo esto?

Somos seres sociales, nos reconocemos a nosotros mismos a través de lo que los demás nos devuelven. Este intercambio de información se va produciendo a lo largo de toda nuestra vida generando percepción de identidad, posibilitando la descripción de uno mismo. Si alguien te pregunta cómo eres, seguramente enumeres una serie de adjetivos como: simpático, amable, cabezota, exigente, etc. La mayoría de los adjetivos que utilizarás se desarrollan en el plano de lo interpersonal, es decir, “me considero simpático o amable porque las personas con las que interactúo me hacen ver que soy de esta manera”, ya sea verbalizándolo o simplemente mostrando su comodidad mediante una sonrisa.

Como ya he mencionado anteriormente, este desarrollo se produce a lo largo de todo el ciclo vital. Y esto es tremendamente importante. Por desgracia, a veces, nuestro ritmo de vida y el individualismo imperante no nos permiten disfrutar del aprecio o reconocimiento de los demás. Por eso, cuando somos adultos y tenemos problemas de autoestima, recurrimos a libros de autoayuda en los que podemos encontrar frases-tópico del estilo “… para que te quieran los demás primero tienes que quererte a ti mismo”. Esta sentencia es peligrosa porque está descontextualizada, aislada a modo de recetario sin tener en cuenta el contexto de la persona individual.

Sí, es cierto que para que los demás te valoren es aconsejable que lo hagas tú primero, ya que la seguridad y confianza que muestres va a ser captada por el interlocutor de tal manera, que te devolverá la imagen que proyectas a modo de espejo. Y esto, hará que aumente tu autoestima y puedas seguir trasmitiéndola sucesivamente.

Sin embargo, ¿cómo podemos mostrar esa imagen cuando no la sentimos?, en este caso no nos valen las recetas, ¿cómo voy a mostrarme seguro si nunca lo he sentido así? 

No podemos pedirle a una persona adulta que se quiera sin más cuando en su infancia no ha obtenido el reconocimiento que debiera por parte de sus mayores. Ese reconocimiento que le va a proporcionar el sostén, que va a construir su autoestima a modo de andamio. Un andamio que, con mayor o menor estabilidad, lo va a ir acompañando el resto de su vida. Es esencial que reconozcamos las virtudes, los esfuerzos y los valores positivos de nuestros hijos, que encontremos un equilibrio entre la exigencia y la conformidad para que crezcan con una autoestima sana que no genere dependencia patológica de refuerzos externos.

Es completamente normal que te hayas visto reflejado en algún punto de lo anterior. No te preocupes, todos somos piezas de este tablero que llamamos sociedad. Juega y constrúyete, busca y enumera tus virtudes, aquellas cualidades que más te gustan de ti mismo. No te centres sólo en lo actual, recuerda también aquello que tanto te agradaba antaño y quizá ahora esté un poco adormecido. Recuerda que sigues siendo tú. Pide a tus seres queridos que te digan las tres cosas que más les gustan de ti, ¡a lo mejor te sorprenden!

Rasca y gana.

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